Resumen
No hubo que esperar el Renacimiento florentino para que se produjera una revolución en la concepción del artista. Casi un siglo antes, en 1359[1], el escultor Andrea Orcagna esculpió un discreto medallón, situado en un ángulo inferior del tabernáculo de la iglesia de Orsanmichele en Florencia[2] que constituye todo un manifiesto visible sobre el nuevo estatuto del artista y su misión: en aquél se asoma, en medio de un pequeño marco trilobulado, una figura femenina con un gran compás de dos puntas en la mano, muy visible (el objeto puede tener más de setenta centímetro de alto), que una inscripción identifica como la Templanza (en griego Sôphrosyne). Se trata de una alegoría de una de las cuatro virtudes cardinales cristianas (las que daban acceso a los cardines, las juntas de las puertas del cielo), junto con la Prudencia, la Justicia y la Fortaleza, tomadas en último término de la “teología” (o lista de virtudes necesarias para la vida del alma) platónica -una de las grandes aportaciones de Platón a la comprensión y la importancia de de la vida interior-.
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